Una imagen es un recorte intencionado del mundo que nos rodea que llega a tomar entidad en sí misma. Esa entidad, esa imagen, puede ser poderosa porque impone significado y sentido de golpe a quien la ve, y lo hace por medio de dos cualidades de lo visual:

Primero, que sus partes actúan como palabras que articulan informaciones a modo de texto.

Segundo que la fuerza que despierta la construcción de ese todo discursivo instantáneo, sintético, orgánico y organizado confunde las percepciones del espectador, naturalizando o presentando como real y con sentido un ensamble de fragmentos.

Al lograr este ensamble, la imagen despierta en quien la observa un discurso o historia que es comprendida por el espectador en su forma sintética de mito, de una narración que presenta un causa y efecto y que deja siempre una conclusión. Este hecho produce socialmente que la imagen y su mito interpelen, es decir, cuestionen o refuercen con su presencia la forma de ver la realidad y la identidad del observador al obligarlo a él o ella a explicarse a sí mismo en sus posturas a partir de su pertenencia diferencial con otras imágenes asumidas como propias, es decir, con otras conclusiones, otras historias e identificaciones colectivas.

Así, se puede pensar a la relación entre imagen e identidad como un proceso dinámico que lleva a cerrar o estructurar totalidades como las identidades de personas, organizaciones, empresas u objetos. Un proceso de confrontación en entre las imágenes que se van tomando como propias y el resto de las imágenes, identidades y conceptos existentes. Una puja dinámica y no inocente que deja al descubierto ideas, valores, creencias e intereses. Es en esta puja, y como plantea Foucault, que el diseño llega a ser poderoso al acceder al dominio de otros discursos.

©Sebastian Guerrini, 2009